24.1.06

El olor

La primera en darse cuenta fue la hija del farmacéutico. Acababa de llegar al bar del pueblo cuando metió la cabeza debajo de la mesa y se miró la suela de los zapatos. Entonces le preguntó a su novio Oye, ¿tú has pisado algo? Segundos después, como si fuera un dominó, todos los que estaban en el bar empezaron a mirarse los zapatos. No, nadie había pisado nada. Salieron a la plaza, donde ya empezaba a congregarse un número cada vez mayor de personas. Un niño arrancó a llorar. Algunas mujeres se taparon la nariz con un pañuelo. Los hombres se miraban extrañados.

Al día siguiente, el alcalde convocó una asamblea extraordinaria en el ayuntamiento a la que asistió todo el mundo. Con las puertas y ventanas bien cerradas, ni siquiera el montón de varillas de incienso surtía efecto. La noche anterior casi nadie había podido pegar ojo. Los más viejos dijeron que aquello no podía sino ser obra del demonio. Un intenso olor a mierda de perro, que casi hacía llorar los ojos, se había adueñado del pueblo.

Un mes después, la imagen de familias cargando todas sus cosas en un carro y partiendo con prisas hacia otro lugar se había vuelto habitual. Los pocos que quedaban en el pueblo ya ni se molestaban en hacer fiestas de despedida. Aquel maldito olor lo impedía todo. Sólo al loco del pueblo parecía darle igual. El diablo nos cagó, el diablo nos cagó, se oía a todas horas en la desierta plaza del pueblo mientras el tarado del hijo del herrero bailaba y saltaba sin parar alrededor de la fuente.

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