Cuando el remolque paró en la plaza del pueblo, la pandilla de habituales del bar supo que Benjamín –también conocido como “el Viejo”– no había estado bromeando. Allí estaba, a cientos de kilómetros del mar. Siete metros de eslora, dos ochenta de manga y dos motores con unos caballos mucho mejores que los que se ven por aquí, había dicho el Viejo una tarde en el bar. Todos pensaron que Benjamín estaba de broma, pero no, el Viejo se había comprado un yate.
Definitivamente, el Viejo se había vuelto loco. Y Rosaura, su mujer, también. En el pueblo no se hablaba de otra cosa. Habían instalado el yate en el jardín de su casa, y cada mañana, Benjamín y Rosaura se turnaban para lanzarse cubos de agua a la cara mientras el otro hacía ver que llevaba el timón. El resto del día lo pasaban en cubierta, tomando el sol. Al atardecer, más cubos de agua, hasta que el barco llegaba a puerto. Entonces, Benjamín, antes de regar las plantas, le pasaba la manguera al yate para que no se estropeara con la sal.
El pueblo acabó acostumbrándose a la presencia del barco. Todos preguntaban al Viejo por el estado de la mar, y a las mujeres en la tienda de comestibles se les ponían los dientes –postizos todos– largos al escuchar a Rosaura explicar con todo lujo de detalles las idílicas playas que había visitado con su marido. Y es que verlos allí, a bordo de su precioso yate, sonriendo felices mientras brindaban con sus vasos de limonada, le daba envidia a cualquiera.
23.6.05
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