26.5.05

Mirando por la ventanilla de atrás

Cuando era más pequeño, apenas cinco o seis años, recuerdo que solía dejarme llevar por la música que ponían mis padres cuando íbamos en coche. Por ejemplo, imaginaba que yo era un tipo solitario y desgraciado –no sé porqué, pero siempre me daba por historias tristes– que vivía en un pueblo trabajando como empleado en una frutería. Un buen día, por culpa de un terrible malentendido, me acusaban de un delito que yo no había cometido. La hija del alcalde había sido asesinada, y a mí me habían encontrado en el peor sitio en el momento más inoportuno. Sin nadie que quisiera testificar a mi favor durante el juicio, que yo dijera que estaba enamorado en secreto de aquella chica rubia de ojos verdes que venía a comprarme manzanas sólo hizo que empeorar las cosas. Ya tenían el móvil –la chica iba a casarse con otro–, por lo que me declararon culpable, y los muy bárbaros me condenaron a muerte. Al día siguiente, montado en un carro camino de la horca, yo respondía resignado a los insultos de mis vecinos con un gesto de la mano.
Para ellos, ajenos a toda aquella injusticia, yo sólo era un niño más que decía adiós al pasar con el coche.

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