Gozaba F, genial embaucador, de una suntuosa cena de gala en su homenaje cuando el anfitrión, un tipo gordo de rostro rubicundo, le pidió públicamente que dedicara unas palabras a los allí presentes. F se quitó la servilleta del cuello, se levantó de la silla –haciéndose de inmediato un respetuoso silencio– y arrancó sin dudar con su potente voz de barítono:
Antorcha. Balancín. Conejera. Decapado. Estropajo. Flequillo. Guisante. Hematocrito. Inspiración. Jarabe. Kilovatio. Libélula. Mayordomo. Neumático...
y así hasta que llegó a zurcido, dicho lo cual se volvió a sentar, se colocó de nuevo la servilleta al cuello y siguió cenando como si nada ante su –ahora atónito– auditorio. El anfitrión, con el rostro a punto de estallar de roja vergüenza, empezó a aplaudir. Poco a poco se le unieron más manos. Al final, toda la sala estalló en vítores y ovaciones hacia aquel hombre tan original que, de nuevo en pie, saludaba y hacía reverencias con una socarrona sonrisa en la boca.
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