Nuestro gobierno se ha propuesto meter la escoba dentro de la caja tonta. Dice que lo que sale de ahí huele a podrido, que es intolerable que toda esa miseria entre por los (¿tiernos?) ojos de los niños. Casquería en horario infantil, pornografía de los sentimientos. Ahora bien, ¿cómo se han multiplicado estos programas hasta ocupar toda la parrilla?
La televisión engancha, la televisión es como una droga. Como tal, produce un efecto bien conocido por los adictos a cualquier sustancia: la televisión produce tolerancia. El primer colocón es difícilmente igualable, a partir de ese momento hará falta más y más droga para llegar al mismo cuelgue. Al telespectador le sucede parecido: después del primer cadáver necesitará más y más para removerse en su sillón. Y llegará un momento en que le darán igual 100 que un millón, por lo que ya no querrá ver más muertos: ahora querrá ver cómo mueren. Y si es en directo, mejor que mejor.
Ya no es suficiente con tener noticia de un divorcio. Ahora queremos saber quién es el otro (la otra), cuándo se conocieron, dónde se acostaron por primera vez, qué posición eligieron para hacerlo, ¿fue la del misionero? Queremos imágenes robadas, confesiones bien pagadas, o mejor, queremos que se encuentren todos en un mismo plató, que se insulten, que lloren, que sufran. Queremos verlo todo. Y si con los vivos no llegamos, queremos que se metan con los muertos. Queremos gritos, queremos pleitos. ¡Más droga, esto es la telebasura!
Es una pena, pero así es como nos ven quienes programan nuestra tele de cada día. Yonquis de la televisión, adictos a las emociones fuertes, pupilas insatisfechas que necesitan cada vez más para dilatarse, para engancharse. Sólo eso. Y si para conseguirlo han de saltar por encima de nuestros (¿tiernos?) niños, lo hacen sin dudar. Porque para ellos la culpa será siempre de los padres, que nunca están en casa. Es la audiencia la que manda. La misma audiencia que pide más y más y más.
15.11.04
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