28.11.06

El poder

Ayer cometí uno de los peores errores que se pueden cometer en la oficina. Me encontré con él, mi jefe, en el baño. Estaba lavándose las manos. Después del hola de rigor pasé por detrás suyo y entré en el váter. Nada más cerrar la puerta me di cuenta del error. Un terrible olor a mierda se me clavó en la nariz, me cerró las amígdalas, me irritó el lagrimal e hizo que me bajara corriendo la bragueta y meara así, apretando el chorro y conteniendo la respiración, con unas gruesas lágrimas cayendo por mis mejillas. Jamás una meada se me hizo más larga. Me ahogaba, tenía que respirar si quería salir del váter con vida o, al menos, si no quería desmayarme allí mismo. Y lo hice. Abrí la boca y respiré un poquito, tan sólo un poquito de aire. El olor a mierda se agarró a mi lengua, os juro que la pude paladear. Terminé y, sin sacudírmela, me guardé la polla en los pantalones y salí corriendo de allí. Lo peor es que a la salida del váter había otra persona esperando su turno, alguien que no sabía el infierno que le esperaba ahí dentro. Yo no he sido, fue todo lo que acerté a decir cuando pasé a su lado. Mi jefe estaba otra vez en su sitio, delante del ordenador, como si no hubiera pasado nada. Y mientras volvía a mi mesa no pude evitar pensar en lo cierto que es aquello de que el poder corrompe.

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