8.11.04

Un, dos, tres...

En estas tres semanas de nuevo trabajo (hoy empiezo la cuarta) he visto más cielo del que muchos de mis conciudadanos habrán visto en su vida. No sé porqué, pero los que vivimos en (grandes) ciudades –pongo (grandes) así, entre paréntesis, porque las medidas son algo relativo, siempre en función de con quién o qué te compares– no tenemos mucha costumbre de mirar hacia arriba, salvo cuando tenemos que maldecir la lluvia, el desagüe de un aire acondicionado o un chorro de agua mal regado.

El caso es que en estas tres semanas, cada vez que he girado la cabeza –trabajo de espaldas a la ventana, en un ático– he visto un cielo distinto. Es como el juego de niños aquél: un jugador está de cara a la pared, cuenta hasta tres y, cuando se da la vuelta, el resto de jugadores –que tienen que acercarse al que cuenta mientras está de cara a la pared–, deben quedarse bien quietos si no quieren perder. Lo mismo sucede con el cielo en Barcelona: si me quedo observándolo, parece que las nubes están ahí bien quietas, pero al cabo de un rato vuelvo a mirar y no sólo se han movido, sino que a veces se han ido todas, dejándome solo en este juego.

Podría seguir ahora lanzándome de cabeza a la metáfora, y hablar de cómo las cosas se mueven y cambian a pesar de parecer quietas, pero me apetece dejarlo aquí y seguir con otra cosa. Como tú, amig@ lector, harás ahora mismo…
Un, dos, tres…
un click, y adiós.

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